Un amor inocente....

capitulo 11 y 12...Final

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  1. yisette
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    Hola abues, gracias por sus comentarios y gracias por el apoyo de este remake....



    Capítulo 11
    Desesperada, Camila trató de ponerse en pie. Pablo tiró de ella
    tumbándola de nuevo, y ambos lucharon hasta que las lágrimas vencieron
    a Camila, que no dejaba de sollozar. Era perfectamente consciente de que
    Pablo estaba tenso, en silencio, junto a ella, mirándola sin tocarla, sin
    consolarla siquiera.
    —No hace falta que digas nada —musitó Camila tapándose los pechos
    con las manos, observando a Pablo, que seguía mudo y horrorizado—.
    ¿Dónde está la habitación de Javier? Señálamela, y me apartaré de tu vista.
    —¿Qué…? —preguntó Pablo sentándose, aclarándose la garganta—.
    ¿Qué te ha ocurrido?
    —Cáncer.
    —¡Camila! —exclamó Pablo en un susurro, respirando hondo—. ¿Era
    esa tu enfermedad, la razón por la que estabas tan cansada?
    —Sí. Dime cuál es la habitación de Javier.
    Pablo estaba en estado de shock. Siempre había adorado los pechos
    de Camila, siempre los había considerado perfectos. Suaves, redondos,
    dulces al contacto de sus labios, con pezones que reaccionaban siempre,
    alerta a sus caricias… Pero Camila se había enfrentado a una enfermedad
    terrible… de pronto Pablo sintió un vacío en su interior. ¿Qué sería de ella?
    ¡Era posible que muriera! El shock volvió a atenazarlo nada más pensarlo,
    dejándolo paralizado. Horrorizado, Pablo la miró a los ojos, llorosos, y luchó
    desesperadamente por no decir una locura. Como, por ejemplo, «No me
    dejes nunca, no puedes morir. ¿Por qué tú, precisamente?».
    —Lo siento —dijo en cambio.
    Camila lo miró como si todo su mundo acabara de derrumbarse. Las
    lágrimas caían por su rostro, de expresión infeliz. Pablo no podía dejarla
    marchar. Suavemente acarició su brazo, tratando de hacer caso omiso a
    su propio miedo, a sus propias necesidades, para concentrarse en las de
    ella. Camila creía que era fea. Creía que él ya no la encontraba sexy. ¡Ojalá
    hubiera sido así!
    —Quítate las manos del pecho —ordenó él en voz baja.
    —No —sacudió ella la cabeza violentamente—. Ya lo has visto. ¿No te
    basta con eso? ¿Es que quieres humillarme?
    —Verlo no es suficiente para ninguno de los dos.
    Pablo apartó despiadadamente las manos de Camila y besó cada
    centímetro de sus pechos. Ella hizo una mueca y echó la cabeza atrás,
    cuando sus labios tocaron la cicatriz.Pablo era demasiado fuerte como
    para apartarlo de allí.
    —¿Te gusta? —murmuró él.

    Camila no podía creer lo que estaba ocurriendo. Le gustaba. Dejó
    escapar un gemido, disfrutando de la gloriosa sensación de sentir sus
    firmes labios sobre el pecho, sobre un lugar que nadie, ni siquiera ella,
    había rozado con tanta ternura. Verlo amarla así, devota y delicadamente,
    la enterneció. Pablo besaba dulcemente la misma herida de su feminidad.
    —No llores —murmuró él levantando la cabeza—. Ya pasó, ¿verdad?
    Ya ha pasado, dime que ya ha pasado —exigió saber Pablo con urgencia.
    Inquieto, Pablo trató de detener aquel llanto. Camila sintió que la
    estrechaba en sus brazos. Pablo estaba temblando. Y ella era incapaz de
    comprender por qué. Entonces él se detuvo, se echó atrás y la miró
    fijamente a los ojos.
    —¿Ha pasado? —insistió él, con vehemencia.
    —¿Por qué te importa tanto? —preguntó Camila con el corazón
    acelerado, preguntándose si malinterpretaba sus gestos.
    —Yo solo… solo preguntaba. Afecta a Ori, ¿no es así? —preguntó él
    irritado.
    Camila esperaba que fuera otra la razón. Pero no se atrevía a confiar
    en su intuición. ¡Se había equivocado tantas veces! Quizá hubiera vuelto a
    sacar conclusiones apresuradas.
    —Estoy bien —aseguró Camila que, una vez más, interpretó
    correctamente el suspiro de alivio que exhaló Pablo. Él acariciaba de nuevo
    sus pechos, como si con ello pudiera curarla—. Se supone que viviré cien
    años, si no me rompo el cuello haciendo volteretas.
    Pablo sintió que su corazón saltaba de alegría, al verla bromear. Lo
    único que deseaba era abrazarla con fuerza, olvidar el instante en que
    había creído que ella, su apasionada amante, moriría antes de tiempo. Y
    cerró los ojos, rezando y dando gracias a Dios. Cuando los abrió, ella
    sonreía.
    —Ven a la cama, y cuéntamelo todo —dijo él con voz grave.
    Dulcemente, Pablo retiró las sábanas y la ayudó a meterse dentro,
    uniéndose a ella y estrechándola en sus brazos con cuidado, como si fuera
    un bello objeto de porcelana—. ¿Cuándo ocurrió? Parecías estar bien,
    cuando fui a visitarte a prisión. ¿Fue entonces?
    —Bueno, verme acusada de fraude no ayudó mucho. Me sentía
    enferma, apenas comía, pero todo empezó mucho antes. Aunque, la
    verdad, yo no descubrí el bulto hasta después de ingresar en prisión. El
    oncólogo habló conmigo y me dijo que se debía al estrés del matrimonio…
    Camila apretó los labios decidida a callar, pero Pablo puso un dedo
    sobre su barbilla y alzó su rostro para obligarla a mirarlo a la cara.
    —¿Qué estrés?
    —No creo que quieras saberlo. Déjalo. Es mejor así.
    —No. No quiero que haya secretos entre nosotros, Camila. Eso fue en
    el pasado, hoy ya no —Camila bajó la vista, pero él insistió, alzando su
    rostro con el dedo—. Tengo que saberlo.

    —Cometí un terrible error —continuó Camila con tristeza—. Javier fue
    muy dulce y atento cuando yo estaba destrozada, tratando de superar el
    hecho de que me abandonaras. Supongo que me enamoré de él porque se
    parecía a ti. Pero en cuanto nos casamos me di cuenta de que él vivía
    obsesivamente celoso de ti, de que se había casado conmigo solo para
    hacerte daño. Yo le dije que eso era una tontería, que eras tú quien me
    había abandonado, pero…
    —Pero él tenía razón, me hizo daño —confesó Pablo reviviendo el
    dolor. En aquel entonces, Pablo había llegado a odiar a su hermano y a
    sentirse avergonzado de ello. Era como si Camila lo hubiera traicionado,
    por mucho que comprendiera que tenía derecho a rehacer su vida—. ¿Y
    dices que él estaba celoso?
    —No hacía más que hablar de ti —añadió Camila—, y eso no ayudaba
    en nada a nuestra relación. Yo no podía dejar de compararos a los dos.
    —¿Sí?
    —Pablo… creo que debes saber que tú no le gustabas. Javier creía que
    tu padre te prefería a ti. Y los profesores, los amigos… todos.
    —Jamás me di cuenta. Sigue.
    —Bueno, pues… nuestra relación fue de mal en peor.
    —¿Y de ahí el estrés? —preguntó él frunciendo el ceño—. Comprendo
    que sea terrible, estar casado con alguien a quien no amas, pero tampoco
    es para tanto, ¿no? Hay algo más, ¿verdad? —añadió escrutando su rostro,
    con el ceño fruncido.
    —El fue… un bruto.
    —¿Por qué?
    —Se emborrachaba. Se emborrachaba porque se sentía fracasado, en
    comparación contigo —explicó Camila—. Entonces venía a casa y me
    gritaba, me arrojaba cosas, a veces me pegaba y…
    De nuevo Camila apretó los labios. Pero Pablo comprendió. Javier la
    había pegado. Había herido su precioso cuerpo. Apenas podía contener la
    ira.
    —¿Y?
    —El… él me obligó a acostarme con él, cuando estaba borracho.
    —¿Quieres decir que te violó? —preguntó Pablo inhalando aire,
    expandiendo el pecho y apretando los puños.
    —¡Solo una vez! —exclamó ella en voz baja, restándole importancia a
    un momento terrible de su vida.
    —¡Oh, Camila!
    —No, yo no soy una víctima, me niego a serlo. No pretendo restarle
    importancia a lo que hizo, pero me niego a arruinar mi vida por culpa de
    sus celos, de sus asaltos de borracho —se apresuró a decir Camila—. Yo lo

    he olvidado, no me gusta pensar en ello. El pasado tiene sus fantasmas y
    sus pesadillas, pero yo debo seguir adelante y mirar al futuro.
    —Eres increíble —comentó Pablo maravillado.
    Camila suspiró y enterró el rostro en su cuello. Pablo no podía creer
    que hubiera tenido que pasar por todo aquello. Una ola de sentimiento
    protector lo invadió, instándolo a protegerla a partir de ese momento.
    Camila no volvería a sufrir. Ya había sufrido bastante.
    —¿Cómo te sentiste cuando te dijeron que tenías cáncer?
    —Aterrada. Fue como chocar contra un muro. Ni siquiera recuerdo
    nada del resto de aquel día. Me sentí tremendamente vulnerable, y
    comencé a deprimirme de verdad. Pasaba las noches llorando.
    —¿Tenías miedo de morir?
    —No, de no volver a ver a Ori —lo corrigió Camila—. Solo temía morir
    sin volver a ver a mi hija. Fue entonces cuando decidí que, pasara lo que
    pasara, la buscaría y entablaría con ella una relación profunda. Por eso
    decidí curarme como fuera. Y aquí estoy. Ahora ya sabes por qué estoy
    empeñada en que ella sepa que soy su madre.
    —Lo sabrá. Algún día. Yo me encargo de eso —aseguró Pablo
    terriblemente conmovido, admirado ante su valentía y fortaleza—. Algún
    día. Pronto te llamará mamá.
    —Pablo —lo llamó Camila abrazándolo, con ojos de felicidad—. ¿Lo
    dices en serio?
    —Bueno, si no me ahogas primero —protestó Pablo, en broma.
    —Otra vez me he pasado de la raya, ¿verdad? —preguntó Camila
    soltándolo.
    —Exacto —rió Pablo besándola dulce y tiernamente—. Y ahora,
    veamos si puedes llegar lejos también en otra dirección.
    —Oh, señor Bustamante —susurró Camila—, creí que no me lo ibas a pedir
    nunca.
    —Pues espera y verás.
    —¿Adónde vas? —protestó Camila viéndolo saltar de la cama.
    —Vamos a celebrarlo.
    —¿A celebrarlo?, ¿el qué?
    Pablo se quedó mirándola, contemplándola. Su imagen sencillamente
    le paralizaba el corazón, estaba terriblemente emocionado.
    —Tu vida.
    —Eres maravilloso, Pablo. Brindaré por eso.
    Pablo salió apresuradamente de la habitación, muy animado, y se
    dirigió a la cocina por una botella de champán. Por fin comprendía que no
    solo deseaba a Camila, sino que quería vivir con ella, tenerla siempre en su

    cama. Subió las escaleras aprisa, con la botella y dos copas en la mano, y
    al llegar la abrió.
    —Me he enfriado.
    —No importa —sonrió Pablo, dejando que la espuma del champán se
    desparramara sobre ella y sobre la cama.
    —Eres un bruto, mira lo que has hecho. ¡Estoy toda pringosa!
    —Exacto —contestó Pablo satisfecho, con voz ronca, inclinándose
    sobre ella y comenzando a lamerla—. Quizá puedas hacer lo mismo tú por
    mí, después.
    Aquello le llevó mucho tiempo. Pablo no parecía dispuesto a terminar.
    Antes incluso de llegar a las rodillas de Camila, ella había tomado en sus
    manos su cuerpo masculino y lo movía a un ritmo irresistible. Pablo sintió
    una tremenda ternura por Camila mientras le hacía el amor. Era casi como
    si su corazón estuviera rebosante de algo intangible. Las sensaciones
    físicas eran intensas, su pasión por ella volcánica, pero había otro
    ingrediente más, una cualidad indefinible, que se había colado en su
    relación. Algo profundo y alarmante, un sentimiento de satisfacción y
    calor. La sensación de haber vuelto a casa.
    Pablo besó la cicatriz de Camila con ternura, deseando borrar el dolor.
    Ella se estremeció de placer, se volvió hacia él y dijo algo que le rasgó el
    corazón:
    —Te quiero.
    Entonces lo besó. Por un momento, él no respondió. No pudo. Luego,
    arrastrado por una emoción que era incapaz de explicar, le devolvió
    aquellos besos con fiera pasión hasta sentir que solo el climax físico de su
    cuerpo era capaz de borrar aquel sentimiento de dolor dulce y amargo a la
    vez.
    Sus cuerpos se convirtieron entonces en uno solo. Sus respiraciones,
    sus suspiros, los latidos de sus corazones se acompasaron. Suavemente,
    con una lentitud torturante, él se movió dentro de ella bañando su rostro
    de besos y acariciando sus pechos.
    Entonces él comenzó a perder la cabeza, a pensar locuras: que
    estarían así, juntos, para siempre; que haría cualquier cosa con tal de
    conseguir que ella se quedara, fuera cual fuera el pasado de Camila; que lo
    que él sentía también era amor; que eso era lo que él deseaba. Con toda
    su alma. Pablo se dejó llevar por esa idea, porque el simple hecho de
    pensarla intensificaba el fuego y el placer de ambos, conmoviendo su
    corazón.
    Después, tumbado junto a ella, escuchándola respirar, Pablo se sintió
    más feliz de lo que recordaba haberse sentido nunca. La observó dormirse
    y la besó impulsivamente, sintiendo que aquello era bálsamo para sus
    heridas.

    Pero si la amaba, pensó, tenía un grave problema de conciencia.
    Necesitaba hablar con ella, buscar el modo de demostrar su inocencia.
    Encontrar pruebas. Pero, ¿cómo?
    Tres semanas era mucho tiempo en la vida de una niña, pensó Camila
    feliz, mientras Pablo,Ori y ella paseaban por las calles floridas de Alikes.
    Ori iba en medio, agarrando a ambos de las manos, dando piruetas en el
    aire.
    —¡Una, dos, tres…!
    —Otra vez —exigía Ori.
    —Ya hemos llegado a la taberna, cariño —señaló Camila
    contemplando a su hija con admiración y ternura.
    —Ah, buenas noches, bella dama —saludó el tabernero a la niña,
    haciendo una reverencia, y llevándola a una mesa.
    Aquel era su restaurante favorito. Ori veía pasar los ponys desde el
    balcón, mientras esperaban la comida. La niña disfrutaba con placeres
    sencillos, y Camila disfrutaba solo con verla. Tras la cena, Pablo y ella
    pasearon por la playa. Ori iba a hombros de él. Camila se sentía
    profundamente feliz. Todas las noches, Pablo le demostraba sus
    sentimientos simplemente con la mirada. Era casi como en los viejos
    tiempos.
    Casi, porque Pablo no se había entregado por completo a ella. Ni lo
    haría, mientras Camila no demostrara su inocencia. Pronto llegaría el
    momento de hablar seriamente con él, de tratar de convencerlo. Y su
    única baza era que él la creyera.
    —Eso no lo había visto antes —señaló Pablo hacia un parque infantil,
    iluminado a la luz de la luna.
    —¡Whoopee! —exclamó Camila soltándose, con Ori, para correr hacia
    él.
    —¡Niñas! —gritó Pablo en broma.
    —Sí, eso somos —comentó Camila.
    Los tres corrieron a tirarse por el tobogán. Era infantil, una estupidez,
    pero Camila rió más de lo que lo había hecho en mucho tiempo. En la
    semioscuridad, todo resultaba mucho más divertido: los columpios, el
    balancín.
    —Ha sido un día maravilloso, una noche preciosa —comentó Camila
    ya en el coche, de vuelta.
    —Ori está dormida —contestó Pablo mirando por el retrovisor y
    sonriendo—. ¿Qué te parecería si fuéramos tú y yo solos a cenar, mañana
    por la noche?
    —Lo que pasa es que quieres tirarte por el tobogán sin tener a Ori
    encima —bromeó Camila.

    —No, pensaba ir a un sitio más elegante. Un restaurante para adultos,
    al que puedas ir con ese vestido verde que tanto me excita y me hace
    temblar.
    —Pues no pidas un plato que requiera mano firme —advirtió Camila.
    —Creo que podré dominarme. Al menos hasta que lleguemos al
    coche.
    —Estoy demasiado vieja para los asientos traseros de los coches —
    bromeó Camila.
    —Pero se pueden reclinar.
    —Seguro.
    —Ya hemos llegado a casa, cariño.
    —A casa —repitió Camila, pletórica de amor.
    El día siguiente lo pasaron en la playa, buscando caracolas. Luna, la
    mujer del guarda y ama de llaves, se había ganado la confianza de Ori, y
    había prometido cuidar de ella aquella noche. Camila y Pablo se vistieron y
    se despidieron de Ori, tras leerle un cuento antes de irse a la cama.
    —¡Oh, poli orayal! —exclamó Ori al ver a Camila.
    —Efharisto —contestó Camila, dándole las gracias—. Pablo también
    está muy guapo, ¿verdad?
    —Estás muy callada —observó Pablo, una vez en el coche, de camino
    al restaurante.
    —Estaba pensando en lo feliz que soy —contestó Camila—. No puedes
    imaginarte la alegría que me produce estar con Ori y contigo.
    Sí, podía imaginarlo, pensó Pablo. Pero, a pesar de todo, su nueva vida
    de familia resultaba dulce y amarga al mismo tiempo. Más que nada en el
    mundo, Pablo deseaba ayudar a Camila a demostrar su inocencia. Solo
    entonces la aceptaría la gente, las amistades. Y solo entonces, con una
    reputación inmaculada, ella sería verdaderamente feliz.
    —Estoy contento, te daría el mundo, si pudiera —contestó Pablo con
    voz ronca.
    —Me conformo con un plato de souvlaki.
    Fueron al restaurante favorito de Pablo, sobre una colina dominando el
    valle y la ciudad de Zante, y se sentaron en la terraza. Un hombre cantaba
    Kantathes, canciones de amor típicas de la isla. Camila estaba más guapa
    que nunca. León apenas podía apartar los ojos de ella. Se tomaron de las
    manos, en medio de la mesa, y él se maravilló del amor que reflejaban sus
    ojos.
    —¿Qué prefieres, un brandy, un oporto, o un café?
    —Volvamos a casa —susurró ella.

    Durante el camino de vuelta, Pablo no dejó de mirarla. Ella cantaba.
    Por fin le resultaba totalmente evidente que Camila era inocente de fraude.
    Era demasiado honrada, como para ser culpable.
    —Camila, cuéntamelo todo otra vez —urgió Pablo—, cuéntame cómo
    es que llegaste a ser director financiero. Ayúdame a comprenderlo.
    Empieza por el principio, para que me aclare.
    —Después de casarme con Javier —comenzó Camila a explicar—, yo
    estaba muy ocupada, trabajando como secretaria financiera en una
    empresa de seguros. No me quedaba mucho tiempo. Javier me dijo que
    quería que fuera la directora financiera del banco Bustamante, pero yo le dije
    que era imposible. Entonces me explicó que podía conseguir un salario
    muy alto sin hacer nada, que él haría lo que hiciera falta por mí. Era un
    arreglo muy práctico, muy común entre marido y mujer. Me trajo un
    documento a casa para que lo firmara, y yo lo leí. Todo parecía en regla.
    No tenía motivos para desconfiar de él. Después, trajo más papeles para
    que los firmara. Me dijo que, en el fondo, eran similares al primer
    documento, así que firmé. Sé que fue una estupidez, que debí haberlos
    leído, pero él estaba de mal humor, y yo hacía todo lo que me ordenaba.
    Tenía que confiar en él. Era un negocio familiar, todos los beneficios eran
    para él.
    —¿Y no hay evidencia alguna que pueda respaldar tu historia?
    —Ninguna, a juicio de mi abogado.
    —Tiene que haber archivos, documentos…
    —Según parece, cuando el banco quebró, las oficinas estaban limpias
    —explicó Camila—. Ya sé que no te gusta oírlo,Pablo, pero me parece que
    Javier se había metido en problemas, y trató por todos los medios de ocultar
    las pruebas. Los últimos quince días estuvo de muy mal humor. Se
    mostraba violento, se emborrachaba… fue entonces cuando le pedí el
    divorcio. Él no venía a casa ni siquiera por las noches —suspiró Camila—.
    Podría haber quemado todos los libros, haberlos tirado al río. Y la semana
    anterior a la quiebra murió, como ya sabes.
    —Javier me llamó por teléfono unos días antes de morir —comentó
    Pablo—. Me contó lo del divorcio y me dijo que pensaba dimitir de su
    puesto en el banco. Quería volver a casa, y me pidió que…
    De pronto Pablo comprendió. Había sido un estúpido. Por fin lo
    recordaba claramente. Javier había mandado un contenedor con todas sus
    pertenencias a la isla una semana antes de la quiebra. Pablo juró en voz
    alta y pisó con fuerza el acelerador.
    —¡Pero Pablo!, ¿qué haces?
    —Lo siento, acabo de recordar que las cosas de Javier están en casa.
    Camila gimió. Sabía qué estaba pensando Pablo. Ambos
    permanecieron tensos, en silencio. Pablo se aferró al volante y trató de
    concentrarse en la carretera, lleno de esperanza. Al llegar salió del coche
    musitando:

    —Por favor, que haya pruebas.
    Era su única oportunidad. No era mucho, pero no tenían nada más.
    Pablo no había sacado nada de las cajas, ni siquiera había puesto un pie en
    el dormitorio de Javier. Abrió la puerta y se quedó paralizado. Aquella
    parecía la cueva de Aladino. Muebles antiguos, alfombras de seda, objetos
    de arte, relojes, cuadros, ropa cara, equipos electrónicos. Todo de lujo. Su
    hermano había vivido muy bien. Demasiado bien, quizá.
    Pablo se reprochó no haber entrado antes en aquella habitación. De
    haberlo hecho, se habría preguntado de dónde había salido todo aquello. Y
    quizá hubiera investigado por su cuenta. De pronto su mirada quedó fija
    en un montón de cajas apiladas contra la pared. Por un instante, Pablo se
    sintió incapaz de creer en la culpabilidad de su hermano. Pero enseguida
    comenzó a abrir cajas y a sacar papeles inútiles.
    —¡Oh, Dios mío! —exclamó Camila.
    —¿Y Luna y Ori? —preguntó Pablo.
    —Están bien. Deja que te ayude,Pablo—rogó Camila uniéndose a él.
    —¡Tiene que estar aquí, tiene que estar aquí! —exclamó él abriendo
    otra caja, mirando a Camila, que esbozaba una expresión extraña—. ¿Qué
    ocurre?
    —¡Te importa! —gritó ella—. ¡Quieres que sea inocente!
    —Por supuesto que sí —gritó él frenético, sacando papeles.
    —¿Por qué?
    —Porque te quiero, ¿por qué, si no…? —Pablo parpadeó, perplejo,
    preguntándose qué había dicho, sonriendo—. Te quiero —repitió
    estrechándola en sus brazos.
    —¡Oh, Pablo! —suspiró Camila.
    —¡Te quiero! —continuó él encantado, incapaz de detenerse—. Te
    quiero, te quiero de verdad.
    —No hace falta que te sorprendas —rió Camila—. Y ahora, firmemos
    esa declaración demostrando que soy inocente.
    Ambos se volcaron sobre las cajas con renovado entusiasmo. Y por fin
    Pablo encontró los libros de cuentas que durante tanto tiempo habían
    estado perdidos. Dos montones enteros. Todos, a buen recaudo, en manos
    de Javier. Cartas, documentos de venta de acciones, detalles sobre cuentas
    bancarias suizas a nombre de Javier, con más dinero del que él podía haber
    ganado jamás…
    Pablo estaba horrorizado. Había pruebas suficientes como para
    condenar judicialmente a su hermano. Cuando terminaron de revisar el
    último documento sin encontrar nada que inculpara a Camila, quedó claro
    que ella no había tomado parte en el fraude. Pablo se dejó caer en el suelo,
    lleno de polvo y con el cabello revuelto, tembloroso y avergonzado ante el
    enorme sufrimiento que su hermano le había causado a la mujer a la que
    amaba.

    —¡Mi hermano! —susurró atónito—. ¡Mi propio hermano!

    Capítulo 12

    Camila lo tomó de la mano y lo llevó al baño. Le quitó la ropa y se
    quitó la suya, para ducharse ambos y borrar de su cuerpo tanto polvo y
    tantos malos recuerdos.
    —¿Podrás perdonarme algún día? —preguntó él, con pasión.
    —No fuiste tú, fue Javier.
    —Pero yo no creí en ti…
    —A mí también me engañó, al principio —contestó Camila—. El estaba
    a kilómetros de ti, ¿cómo ibas a saber cuánto te odiaba, ni en qué iba a
    convertirse su odio? Siempre decía que quería ser más rico que tú, y por
    fin lo logró. Además, yo era sospechosa, me investigaban. No había la
    menor prueba que lo inculpara a él. Por eso resultó tan frustrante para mí.
    No podía probar mi inocencia. Él fue muy inteligente.
    Pablo estaba en estado de shock, no dejaba de disculparse y de
    reprocharse su forma de actuar, de culparse por el sufrimiento de Camila.
    Ella lo secó, lo llevó a la cama y lo contempló. Estaba absorto, mirando al
    techo.
    —Has perdido tu reputación, tu empleo, tu libertad, e incluso a tu hija.
    Pero para Camila todo aquello pertenecía ya al pasado, y el futuro se
    extendía maravilloso ante ella.
    —Pero luego he ganado mucho más, y volveré a recuperarlo todo,
    ¿verdad?
    —No puedo perdonarme a mí mismo.
    —Si yo puedo, tú también podrás —rió Camila—.Pablo, soy feliz.
    Plenamente. Tú me quieres, solo me falta una cosa en este mundo.
    —¿Una taza de té? —preguntó Pablo en broma, rodando por la cama
    con ojos húmedos por las lágrimas, para mirarla.
    —Ori, tonto. Bueno, y algo más, ahora mismo.
    Pablo la besó desesperadamente en los labios. Durante unos segundos
    fue como un tigre apasionado hasta que, gradualmente, sus movimientos
    se hicieron más suaves, más lentos y lánguidos, acariciándola
    seductoramente y con creciente ternura.
    —Te quiero —susurró Pablo emocionado.
    —Y yo a ti.
    Pablo y Camila llevaban todo el día preparándose para el gran
    acontecimiento. Ese día, él le diría a Oriana que Camila era su madre.
    Estaban los tres sentados en el sofá, y Pablo puso una cinta de vídeo.

    —Esa es Camila —comentó él nada más empezar—. Yo la conozco
    desde hace mucho tiempo, era mi mejor amiga. Y la quería mucho.
    Ori, sentada en medio de los dos, veía la televisión divertida, riendo
    al ver a Camila caerse en un charco.
    —Otra vez, por favor —pidió Ori.
    Pablo rebobinó la cinta y volvieron a verla. Luego apagó el televisor.
    —Camila conocía a tu papá, ¿recuerdas? —continuó Pablo abrazando a
    Ori, mientras Camila contenía el aliento—. Cariño, ¿te gusta Camila?
    —Mucho —contestó Ori dando palmadas.
    Camila estaba emocionada. Tenía un nudo en el estómago. Por fin
    había llegado el momento que tanto había esperado. Pablo estaba muy
    nervioso.
    —Ori, ahora ya eres una niña grande —siguió diciendo Pablo—. Lo
    suficientemente grande como para que te diga una cosa muy especial —
    Pablo respiró hondo, Oriana abrió inmensamente los ojos—. Cariño, eres una
    niña con mucha suerte. Camila es tu mamá.
    Ori parpadeó mirando a Pablo, y luego volvió la vista hacia Camila,
    que tenía lágrimas en los ojos.
    —Sí, soy tu mamá, cariño —confirmó Camila con voz ronca.
    Ori se movió inquieta, y Pablo la soltó. La niña se bajó del sofá.
    Camila abrió los brazos para recibirla, pero Ori frunció el ceño y corrió al
    jardín. Entonces se hizo el silencio. Camila no podía pronunciar palabra, no
    podía pensar, estaba paralizada. Pablo se puso en pie y siguió a Ori.
    Camila estaba desolada. Miraba absorta, incapaz de creer lo que ocurría.
    —Ha ido a buscar la muñeca que tú le regalaste —comentó Pablo, en
    la distancia.
    —¿La llama mamá?
    —Cariño, ven aquí —rogó Pablo en un susurro—. No quiero perder de
    vista a Ori. Ven a sentarte conmigo.
    —Me encuentro mal —musitó Camila corriendo al baño.
    Camila se lavó la cara y observó su reflejo en el espejo. ¿De dónde
    había salido aquella mujer pálida, de ojos llorosos? La felicidad de los días
    anteriores parecía no contar ya. Camila sabía que era ridículo, que Pablo y
    ella estaban hechos el uno para el otro, pero…
    —¡Oh, Oriana…! —gimió.
    De pronto necesitaba a Pablo imperiosamente. Corrió hacia él,
    sollozando, y lo abrazó. Pablo la acunó como si fuera una niña pequeña.
    —Le cuesta comprenderlo, tienes que darle tiempo.
    —¿Y si no?
    —Sí, lo hará. Te quiere. ¡Pero cariño, si a veces hasta yo me pongo
    celoso de vosotras dos, cuando no paráis de reír!

    Pero Camila era incapaz de dejarse consolar. Estaba demasiado
    entumecida, como para llorar. El miedo experimentado durante los últimos
    instantes era demasiado profundo, temía haber perdido a su hija para
    siempre. Pablo la hizo sentarse con él sobre los escalones y la estrechó.
    Ambos observaron a Ori susurrarle cosas a la muñeca.Pablo sacó un
    pañuelo. Camila vio que él estaba llorando.
    —Oh, cariño —susurró ella apoyando la cabeza en su hombro.
    —Te quiero tanto… y quiero que Ori te quiera también… —de pronto
    sonó el teléfono—. ¡Maldita sea!, iré a conectar el contestador automático.
    —No, contesta al teléfono —susurró ella.
    Pablo la besó en la frente y fue a contestar. Camila no se atrevió a salir
    al jardín. No quería inquietar a Ori. Jamás hubiera creído que pudiera
    sentir celos de una muñeca de trapo. Trató de animarse, pero sentía
    náuseas.
    —Ori —la llamó, desesperada.
    De pronto vio a la niña subirse a un muro de piedra al que tenía
    prohibido escalar. Antes de que pudiera detenerla, Ori llegaba arriba y
    caía. Camila corrió como el viento. Ori se puso en pie y corrió también
    hacia ella, gritando:
    —¡Mami, mami!
    —¡Ohhh! —se estremeció Camila abrazando a su hija, llena de
    lágrimas—. ¿Qué ha pasado?, ¿te has hecho daño?
    —Me he caído —lloró Ori señalando la rodilla herida.
    —No es nada. Mamá le dará un beso y se curará —contestó Camila
    inclinándose para besarla.
    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Pablo ansioso, saliendo al jardín.
    Ori la soltó y corrió hacia Pablo, pero a Camila no le importó. Alzó el
    rostro con los ojos llenos de lágrimas y el corazón rebosante de felicidad.
    —¡Me he caído, pero mamá me ha dado un beso y me he curado! —
    gritaba Ori orgullosa.
    —¡Ahhh! —exclamó Pablo emocionado, mirando a Camila y
    aclarándose la garganta—. Sí, eso es lo que hacen siempre las madres.
    —Se lo he dicho a mi muñeca —añadió Ori—. Le he dicho que mi
    mamá ha vuelto.
    —Vaya, ahora comprendo —dijo Camila.
    —¿Serás tú mi papá? —preguntó Ori seria, dirigiéndose a Pablo, que
    le limpiaba la herida con un pañuelo.
    —Sí me gustaría, sí. ¿Y a ti, Camila?
    —¿Necesitas preguntarlo? —inquinó a su vez Camila, con voz débil de
    pura emoción.

    Pablo las abrazó a las dos: eran las personas a las que más quería en
    el mundo.
    —Quizá no sea este el lugar ni el momento más apropiado, pero ya
    me arrodillaré después, te compraré flores y abriremos una botella de
    champán —susurró Pablo—. Por ahora me basta con saber que te casarás
    conmigo. Te quiero con toda mi alma, y quiero estar contigo para siempre.
    Por favor, di que sí.
    —Oh, Pablo, lo dices como si fuera a rechazarte. ¡Claro que sí! —
    exclamó Camila.
    —¿Es que las mamas y los papas se besan? —preguntó Ori en un
    tono de voz terriblemente alto, a oídos de ambos.
    —Pues claro —contestó Pablo besando a su hija—. Todo el tiempo.
    —¡Os quiero tanto! —rió Camila.
    Era ya muy tarde cuando Ori, inquieta y excitada, se fue a la cama.
    Camila se sentó en la terraza con Pablo, acurrucándose con él en el
    balancín, escuchando a las ranas y los murciélagos en la noche.
    —¿Tienes champán en la nevera? —preguntó ella con la mayor
    naturalidad.
    —Dos botellas. Una para cada uno —rió Pablo maliciosamente,
    besándola en la boca larga y profundamente.
    —Pues no vamos a desperdiciarlas bebiendo —murmuró Camila
    dejándose guiar hasta el dormitorio, alentada por la pasión que veía en
    Pablo.
    Fin
     
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  2. camilakristina84
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    Que hermosa historia muchas gracias por compartirla con nosotras
     
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  3. Carcis~RW
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    Me encanto! El primer capitulo me lo lei en plena reunio de amigas ( de a poco).
    AL final Pablo tenia todas las pruebas al alcance de su mano, ¡Increible!

    Muy linda historia...Gracias por compartirla
     
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  4. lolocer
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    Qué bonito que al final puedan ser todos felices, sobre todo Camila que lo pasó realmente mal.
    Muchas gracias!
     
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  5. yisette
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    gracias si quiere leer la original se llama un amor inocente de la autora Sara Wood, novelas Harlequin...
     
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  6. Bubble ball
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    Me encanto tu historia gracias por compartirla con nosotras, y Feliz Dia del Trabajador a vos tambien, besos
     
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    Horneas galletas con la Abuel@

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    La Abuel@ te presta la escoba

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    me a encantado toda la historia
     
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  9. Valeria Duque Gutierrez
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    Que linda historia, me encantó
     
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    Conoces a l@s Abuel@s

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    que bueno que superó la enfermedad y tuvo su final feliz
     
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